lunes, 5 de septiembre de 2011

Adictos a Miami.

Un frenazo brusco sobre la pista de aterrizaje del aeropuerto internacional de Miami puso fin al vuelo. Descubrí, en aquel momento, la existencia de personas que preferirían andar desde Nueva York hasta Miami, antes que ir en avión, Jesús era una de esas personas. Al bajar del avión, una asfixiante sensación de calor nos dio la bienvenida a la ciudad. Cogimos un taxi que nos acercó hasta la casa de un amigo de Jesús, allí es donde dormiríamos hasta volver a la gran manzana.
En nuestra primera noche allí, fuimos a “Abanna”, un club de jazz que recordaba a los locales clandestinos de la cercana Cuba. Al poco de llegar, Jesús comenzó una retahíla de visitas a los baños que se alargó hasta bien entrada la noche. En cada uno de sus viajes hasta los urinarios me quedaba sola en mitad del club, hasta que en una de sus ausencias apareció Yotuel, un verdadero cubano que me invitó a probar el mejor ron del local. Hablamos un rato, y decidimos continuar la fiesta en los baños. Al abrir la puerta, encontré a Jesús arrodillado esnifando. La música dejó de sonar en mis oídos. Le pedí a Yotuel que me sacara de allí, y accedió encantado a dejarme pasar la noche en su casa. Fue allí, en mi particular y efímera visita a la Habana, donde descubrí que Jesús, aquel puertorriqueño afincado en Nueva York al que nunca más volvería a ver, era un adicto a la cocaína. Yotuel me acercó a casa del amigo de Jesús a recoger mis maletas, antes de irme le expliqué mi huída a Jesús en una nota breve y concisa: “Los únicos polvos a los que soy adicta son a los que se practican en la cama, adiós.” Y nunca más volví a saber de él.
Aquella noche, ya en su casa, Yotuel trató de consolarme y lo consiguió. Cuatro copas de ron y tres polvos más tarde acabamos durmiendo en el colchón. Los dos días siguientes los dedicamos a ir a la playa, a salir de noche, y a follar. Y lo hicimos todo en exceso. Al tercer día era una neoyorquina abrasada por el sol, borracha, y con tantas agujetas en las piernas que me pasé, como él, el día durmiendo. A la noche siguiente, cuando el rojo de la piel, la borrachera y el agotamiento desaparecieron, Yotuel me llevó a un restaurante en el que nos conocimos un poco más, hasta ése momento no conocíamos más allá que la piel que habitábamos. Y nos encantamos. Yotuel volaría en pocas semanas a Nueva York, él y un amigo suyo iban a abrir un pub en el Soho, cuando le conté mis años en la escuela de danza me propuso actuar algunas noches, y yo, acepté encantada.
Una semana antes de lo previsto, paseaba de nuevo por la Quinta Avenida. En mis primeros meses en la ciudad, cuando me sentía triste, cogía un taxi que me acercase hasta la Quinta, y caminaba por la avenida, deteniéndome en cada escaparate, deleitándome con cada vestido y envidiando cada par de zapatos. En aquellos meses mi cuenta bancaria permanecía siempre inamovible, pero sería por poco tiempo, por muy poco tiempo.
Al pasar por delante de Tiffany’s, el intenso brillo de un anillo de diamantes me recordó el brillo de los ojos de mi madre, hasta en las fotos tenían un brillo cautivador. Al morir cuando yo sólo tenía siete años, mis recuerdos sobre ella eran ligeros e intermitentes, sin embargo, recordaba perfectamente el brillo de sus ojos verdes, como los míos. Supuse que le hubiera entusiasmado el anillo, y me habría encantado regalárselo. Un trueno dirigió la mirada de la ciudad al cielo que, ennegrecido comenzaba a lanzar agua contra el asfalto. Allí me quedé, impasible y empapada, recordando retales del pasado.

viernes, 26 de agosto de 2011

Por amor al arte.

Me pasé mis tres primeros meses en Nueva York sirviendo huevos fritos, hamburguesas… sobre unos patines. El uniforme no era más que un polo blanco y una minifalda roja. Allí acudían todos los salidos con hambre de la ciudad, y se ponían las botas comiendo, mirando, e incluso a veces, intentando tocar. Por suerte, aquello acabó cuando una noche volviendo a casa me encontré con Jesús, un puertorriqueño que me invitó a tomar unas copas y yo, no sé si víctima de la ignorancia o del cansancio, acepté. Acabamos la noche en su apartamento, con demasiado alcohol en sangre como para hacer algo más que dormir.
A la mañana siguiente, cuando el rugido de la ciudad nos despertó, sudados, vestidos con la ropa de la noche anterior y, especialmente a mí, demasiado tarde como para volver a ser la Barbie patinadora de aquel antro en el que sólo respirar causaba colesterol. Así que allí estábamos, aquel tipo del que sólo sabía el nombre y la nacionalidad, y yo, tirados en su cama, empapados en sudor, y sin nada que hacer. Así que follamos. Una, otra y tantas veces como podáis imaginar. Cuando acabamos, él cayó rendido, yo aproveché para ducharme y cogerle prestados unos Levi’s, que corté para dejar un insignificante trozo de tela, y una camiseta de David Bowie. Al salir del baño él seguía completamente dormido por lo que decidí volver a mi piso. Unas horas más tarde me llamó, tenía que hacer un viaje a Miami, y me invitó a acompañarle. Mi sueldo como camarera no era suficiente ni para coger un taxi, pero le prometí acompañarlo y, de paso, intentaría encontrar un trabajo o, al menos, pegarme un baño en sus famosas playas. La solución al problema económico fue mi inmenso amor al arte o, quizás mejor dicho, el amor incondicional del arte a mi cuerpo, que años más tarde me traería algún que otro problema.
A las 8 de la tarde, en un pequeño piso del SOHO me esperaba Víctor, un chico que estudiaba fotografía al que conocí en el bar mientras patinaba. A cambio de unas fotos en las que expuse mi piel al completo, me pagó 300$, no fue gran cosa pero, por suerte, un coleccionista de fotos las compró tan rápido que me dio tiempo a llevarme 6.000$ más a Miami. Cuando me pagó, Víctor me aseguró que el comprador de las fotos le dijo que nunca había visto unos pechos como los míos, yo nunca había visto tantos billetes juntos, así que supongo que aquellas fotos nos hicieron muy felices a los dos, al menos, en aquel momento. Dos semanas más tarde, Jesús y yo nos abrochamos los cinturones con destino a Miami.

sábado, 30 de julio de 2011

Presentación.

Voy a hablaros sobre mi vida, es un buen momento para hacerlo, después de tocar el cielo y de estrellarme contra el suelo; después de tantas experiencias vividas en 50 años, es el momento de contar la verdad, de contaros lo que he vivido. Contaré cada uno de mis secretos, confesaré cada uno de mis pecados, relataré mis éxitos y me ahogaré en el abismo de mis fracasos.
Llevo casi 30 años subida en los escenarios, he actuado alrededor de todo el mundo, mi nombre es conocido en casi cualquier lugar, y siempre se relaciona a lo mismo: sexo, música y provocación. He sido autora y víctima de escándalos de muchos tipos, algunos divertidos y otros… no tanto. Desde que empecé la prensa se ha encargado de hablar y mentir acerca de mi, suelo llevarlo bien, aunque decidí hace años no leer casi ningún artículo en el que se me nombre sin importar que sean críticas o halagos. Parece mentira, pero por mucho que parezcamos inalcanzables, superestrellas, divas, zorras multimillonarias, no somos más que humanas, simple y llanamente. Nadie me ve como una más, quizá mi forma de vida lo hace imposible, tal vez, nadie intente mirar más allá de mi cuenta bancaria. He aprendido, porque a la fuerza ahorcan, a convivir con fans, con envidiosos, con productores discográficos que sólo buscan tirarse a lo que muchos califican como “una leyenda viva” y, con los flashes, con cientos de flashes que atestiguan cada uno de mis pasos.
¿Y de la vida privada?, mi intimidad también ha sido pública en algunas ocasiones, pero… pequeñas dosis, nada realmente relevante. La verdad la sabréis a partir de ahora. No voy a adelantaros más cosas, el resto lo iréis descubriendo a lo largo de todo el relato, vosotros juzgáis. Ah! Se me olvidaba… je suis Dita.