viernes, 26 de agosto de 2011

Por amor al arte.

Me pasé mis tres primeros meses en Nueva York sirviendo huevos fritos, hamburguesas… sobre unos patines. El uniforme no era más que un polo blanco y una minifalda roja. Allí acudían todos los salidos con hambre de la ciudad, y se ponían las botas comiendo, mirando, e incluso a veces, intentando tocar. Por suerte, aquello acabó cuando una noche volviendo a casa me encontré con Jesús, un puertorriqueño que me invitó a tomar unas copas y yo, no sé si víctima de la ignorancia o del cansancio, acepté. Acabamos la noche en su apartamento, con demasiado alcohol en sangre como para hacer algo más que dormir.
A la mañana siguiente, cuando el rugido de la ciudad nos despertó, sudados, vestidos con la ropa de la noche anterior y, especialmente a mí, demasiado tarde como para volver a ser la Barbie patinadora de aquel antro en el que sólo respirar causaba colesterol. Así que allí estábamos, aquel tipo del que sólo sabía el nombre y la nacionalidad, y yo, tirados en su cama, empapados en sudor, y sin nada que hacer. Así que follamos. Una, otra y tantas veces como podáis imaginar. Cuando acabamos, él cayó rendido, yo aproveché para ducharme y cogerle prestados unos Levi’s, que corté para dejar un insignificante trozo de tela, y una camiseta de David Bowie. Al salir del baño él seguía completamente dormido por lo que decidí volver a mi piso. Unas horas más tarde me llamó, tenía que hacer un viaje a Miami, y me invitó a acompañarle. Mi sueldo como camarera no era suficiente ni para coger un taxi, pero le prometí acompañarlo y, de paso, intentaría encontrar un trabajo o, al menos, pegarme un baño en sus famosas playas. La solución al problema económico fue mi inmenso amor al arte o, quizás mejor dicho, el amor incondicional del arte a mi cuerpo, que años más tarde me traería algún que otro problema.
A las 8 de la tarde, en un pequeño piso del SOHO me esperaba Víctor, un chico que estudiaba fotografía al que conocí en el bar mientras patinaba. A cambio de unas fotos en las que expuse mi piel al completo, me pagó 300$, no fue gran cosa pero, por suerte, un coleccionista de fotos las compró tan rápido que me dio tiempo a llevarme 6.000$ más a Miami. Cuando me pagó, Víctor me aseguró que el comprador de las fotos le dijo que nunca había visto unos pechos como los míos, yo nunca había visto tantos billetes juntos, así que supongo que aquellas fotos nos hicieron muy felices a los dos, al menos, en aquel momento. Dos semanas más tarde, Jesús y yo nos abrochamos los cinturones con destino a Miami.